Being for the benefit of Mr. Batiz!

Óscar Campos   17/06/2018

Óscar Campos

Ha escuchado radio desde que recuerda: pasó horas de infancia y adolescencia cerca de una bocina oyendo de todo, desde La Hora Exacta hasta Radio Variedades....

No sé bien cómo pasó, pero Enrique Bátiz estaba en Rock 101. En esa parte de los años ochenta, el capitalino era el director de orquesta más famoso de México, y esa tarde lo entrevistaban en la estación de radio más importante del cuadrante (no recuerdo quien hablaba con él, sólo que era una mujer. Quizás era Dominique Peralta).

Encargado de la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México y, como director huésped, de más de 500 agrupaciones por todo el planeta, estaba muy seguro de lo que decía esa tarde: el rock es basura. Y puso como ejemplo a los Beatles, contemporáneos suyos (Bátiz nació en 1942). Mencionó a su hija para llegar a la conclusión de que los Beatles estaban a punto de desparecer de la memoria colectiva: “Mi hija no los conoce”, lo que los hacía menos importantes y duraderos que Beethoven, Mozart o Bach.

Para un adolescente  como yo, era demoledor escuchar a una autoridad de tal calibre hablar con tanta certeza de la mediocre fugacidad de la música que yo escuchaba entonces, sin redención alguna ni siquiera para los máximos iconos culturales del género. Por una parte me enojé, por otra me aterré. Al final, no había más opción: seguir escuchando lo que yo quisiera y dejar girar al mundo.

Treinta años después, los Beatles siguen allí, bastante estropeados por el insaciable apetito vampírico de los dueños de los derechos de su música (que cada cierto tiempo afilan los colmillos y se lanzan sobre las carteras de los aficionados). Pero están completos.

Es más, suenan mejor que nunca (como Carlos Gardel, de quien llegó a decir Jorge Luis Borges: “sigue cantando en la memoria de los hombres. Si cada día canta mejor, sigue cantando después de su muerte corporal.”) Lo vio con gran claridad George Harrison al decir: “Los Beatles existirán sin nosotros.”

 Los Beatles simbolizan muchas cosas: la libertad, la creatividad, el cambio, la creación, el disfrute. Elija usted una de éstas y las que quiera añadir. Los Beatles son maleables, se adaptan al recipiente que los contiene, caben en cualquier jarrito y son portátiles. Son un símbolo compacto, una idea clásica.

Usted puede detestar el rock y amar a los Beatles, como quien nunca abre un libro pero conoce perfectamente a Dante o Borges. Son una respuesta del Maratón y una hoja de libro de texto, son bares temáticos y una hora diaria en la radio. Son submarinos y pulpos jardineros. Son todo eso, por desgracia.

Si vale la pena escuchar a John, Paul, George y Ringo es por cosas más prácticas, íntimas: por ejemplo, porque estudiaron arte. ¿No deberían todos los niños acercarse al arte, ser tocados por la belleza?

Otra razón: porque pocos creían en ellos, eran un grupillo de montón. ¿No somos todos la misma cosa hasta que encontramos la perfección de los que somos y nos entregamos a ese remolino vital?

Más aún: conocían sus límites. ¿Usted conoce sus límites? ¿Ya los tocó, ya los probó, ya los destrozó? Basta quererlo, basta ser libre de un modo personal y sin pretensiones.

Basta eso, pero es muy difícil.

Llegó el momento en que los Beatles devoraron a los cuatro veinteañeros que dieron a luz el mito. El mundo dejó de girar alrededor de ellos, demostraron ser mortales, susceptibles de morir a balazos o por el cáncer, de ser estafados por una mujer hipócrita o aceptar papeles vergonzosos en el cine. Es decir, demostraron ser tan idiotas como usted y como yo.

Pero ellos se atrevieron a expandirse dentro de ellos mismos hasta reventar. ¿Usted ya se atrevió? ¿Y yo? ¿Y el mundo, cada vez más mediocre y gris, ya se atrevió el mundo a reventar? ¿Cree usted que estos tiempos son más luminosos que el aburrido inicio de los años sesenta? Yo, la verdad, creo que no: el mundo siempre ha sido seco y vulgar, en espera de un milagro que puede ser fugaz o eterno.

Los Beatles son eternos, sea lo que sea que signifiquen para cada persona (y sea lo que sea que puedan significar para los millones que no los conocerán jamás, porque hay cosas más importantes). Nosotros somos temporales, suicidas, grises: los mitos nos colorean. Y allí están, dispuestos a demostrar que la belleza sólo necesita almas para manifestarse, incluso en la justicia poética de que, menos de veinte años después de asegurar públicamente que los Beatles eran muy poco importantes y estaban a punto de desaparecer, Enrique Bátiz haya dirigido el estreno mexicano de Standing Stone, sinfonía compuesta por un tal Paul McCartney.

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