Elogio del descelofaneo

Óscar Campos   30/06/2018

Óscar Campos

Ha escuchado radio desde que recuerda: pasó horas de infancia y adolescencia cerca de una bocina oyendo de todo, desde La Hora Exacta hasta Radio Variedades....

Estos años de “cultura digital” nos han obligado a renunciar a placeres sencillos. Nos obligamos a estar conectados, sentimos que tenemos millones de opciones, accedemos a todo con un click.

Acabo de usar un verbo terrible: “acceder”. Es una palabra espantosa, en cuya trampa hemos caído todos. Internet y todos estos dispositivos nos permiten “acceder” a enormes catálogos, a millones de textos, a opciones infinitas. Pero solo podemos llegar allí. No podemos hacer más, seguimos siendo espectadores. Acceder no es pertenecer: tan sólo es ingresar.

La relación del melómano con la gigantesca biblioteca musical de la red es la misma del adicto al sexo con la pornografía: vamos por un estímulo, y ya. Fantaseamos con que nos adueñamos de la música (o de la mujer) en pantalla; pero cuando termina nos queda la certeza de que, en realidad, no obtuvimos nada y seguimos vacíos, incluso más vacíos que antes.

Así, internet es la fábrica de fixes más grande del mundo. Mientras debatimos si legalizamos o no la marihuana, millones de personas están conectadas para sentirse queridas, escuchadas, entendidas. Para escuchar alguna canción, averiguar algo, observar un coito o goles mundialistas. Todo es lo mismo. Al apagar el monitor el estímulo se acaba y nos quedamos solos frente al espejo roto de BlancaNieves:

– ¿Quién es el más bonito?

– Tú.

Estos tiempos nos provocan la añoranza de poseer un objeto. En la prehistoria de los años ochenta, uno soñaba con tener un cassette, disco, un libro… después, una película en video. Poseer, en un sentido egoísta: escuchar y ver cuantas veces uno quisiera, leer y releer, experimentar un diálogo enviado desde algún sitio del mundo al que nunca podrías, ejem, acceder. Pero era tuyo: nadie te lo prestaba, no caías en trampa alguna.

En esos tiempos locos, los buenos discos eran obras de arte completas: era fácil distinguir las colecciones de canciones elaboradas para vender o para cumplir el requisito. ¡Y cuando tenías ese disco en las manos...!

Tomarlo, mirarlo, descelofanearlo (gran término que le debemos a Rock 101), sacar el vinil, poner la bolsa protectora en un lugar a la mano, revisar la etiqueta, darle vuelta a la tortilla, colocarla en la tornamesa y, en un acto de delicadeza incomparable, ubicar la aguja (de diamante o de zafiro) en el surco.

Y todo esto era la punta del iceberg: antes de tener el álbum en casa había que desearlo, elegirlo, tomarlo, llevarlo a la caja, dudar, pagarlo… ¿es todo esto comparable con iTunes o Spotify? Una y mil veces, no.

Y ahora imaginen, por un momento, ese segundo mágico en que comienza la música. Se dice que la frase más difícil al escribir es justamente esa: la primera, la que atrapa. Traten de ponerse en los zapatos de quien escucha por vez primera las siguientes canciones: todas son apertura de sus respectivos álbumes, de una creación completa: el primer paso de un viaje.

En estos tiempos donde todo está disponible y todos nos creemos capaces de despedazar cualquier obra creyendo que somos capaces de narrarla mejor, esto ya pertenece a las nostalgias imposibles.

Que, por otra parte, son las mejores.

Te recomendamos
PUBLICIDAD

Lo que pasa en la red

COMPARTE TU OPINIÓN